Las derrotas duelen. Pero hay algunas que dejan algo más que frustración: dejan heridas en el orgullo. Eso fue lo que sintió Gabriel Garay, referente del fútbol peruano, tras la dura derrota de su selección ante Venezuela por 3 a 0 en el Sudamericano Sub-20.
La reacción de Garay fue visceral. Auténtica. Dolida. “Somos cojudos”, lanzó sin filtros, expresando el sentir de muchos que vieron a un equipo sin alma, superado en cada rincón de la cancha. Su crítica no fue dirigida a un jugador en particular. Fue una interpelación al grupo, al compromiso, al carácter, a la identidad.
No es la primera vez que una figura del fútbol peruano eleva la voz. Pero lo de Garay tuvo otra resonancia. Porque vino desde el dolor, desde el amor propio, desde el deseo de que la camiseta pese. De que se entienda que no se puede jugar un torneo internacional sin dejar todo.
Venezuela fue superior, sí. Pero lo que más dolió fue la actitud. El equipo no compitió. Y eso, en este tipo de torneos, se paga caro. Garay lo sabe. Lo vivió. Y por eso se enfurece.
Estas palabras no buscan destruir. Buscan despertar. Porque en cada generación juvenil está el futuro de una selección. Y si no se reacciona a tiempo, los fracasos se repiten.
Garay habló desde las tripas. Desde la impotencia. Desde el deseo de ver a su país volver a competir en serio. Y en ese sentido, su enojo no fue exagerado. Fue necesario.
Porque a veces, para cambiar, hay que gritar primero.