Podrido. Esa es la palabra que, con crudeza, mejor resume el sentir de miles de hinchas en Chile. Podrido del sistema, de las decisiones inconsistentes, de las sanciones arbitrarias, del manoseo constante al fútbol nacional. Lo que en otro tiempo fue pasión y escape, hoy también es canal de protesta, de rabia, de agotamiento.
Las gradas ya no solo alientan. Ahora también exigen. En pancartas, en cánticos, en silencios incómodos, el mensaje se ha vuelto claro: el fútbol chileno necesita cambios de fondo. No se trata solo de un mal arbitraje o de un campeonato deslucido. Se trata de la sensación de injusticia que se arrastra fecha a fecha, torneo tras torneo.
Los hinchas sienten que se juega con su lealtad. Que se castiga a unos con dureza y a otros se les perdona todo. Que el fútbol se ha transformado más en un producto de escritorio que en un espectáculo genuino. Y en ese ambiente, donde todo parece negociado, la pasión comienza a resquebrajarse.
Las manifestaciones recientes, que incluyen lienzos, bengalas y paros parciales, no son actos aislados. Son el reflejo de un malestar profundo, de una hinchada que ya no tolera ser espectadora pasiva. Porque en Chile, el fútbol también es política, identidad y memoria colectiva.
Quizás la dirigencia aún no lo entienda del todo. Pero las tribunas han hablado. Y cuando un pueblo dice estar podrido, no lo hace por moda ni por show. Lo hace porque siente que ya no le queda otra forma de hacerse escuchar.
El fútbol chileno está en deuda. No solo con sus jugadores o técnicos. Está en deuda con su gente. Y esa, la más importante de todas, ya empezó a cobrar.